Por Luis Revilla
Ronald Vargas no jugaba como titular con la Vinotinto desde el 10 de septiembre de 2009, pero el domingo contra Colombia prestó un servicio comparable al de aquella noche de Eliminatorias versus Perú en Puerto La Cruz. Un servicio crucial en un rol protagónico, influyente. Contextual. Entonces tenía solo 22 años, y parecía seguro que la selección venezolana sería suya por un par de lustros. El absurdo tiempo que pasó sin jugar un partido oficial con Venezuela evidencia la magnitud de su racha de lesiones. Lo que hizo el domingo demuestra por qué el equipo nunca dejó de necesitarlo.
Sin una circulación de balón demasiado estable, la Vinotinto ha sido históricamente un equipo que transcurre un tiempo considerable de los partidos defendiendo su territorio, como también hizo el domingo (40% de posesión). La defensa estática venezolana es competitiva y tiene experiencia. Los jugadores confían y dependen de ella. El hábito, sin embargo, trae al equipo dificultades sistemáticas cuando recupera el balón. Venezuela se ve con frecuencia en la necesidad de iniciar sus ataques a 70 metros del arco contrario, bajo la presión del rival y la ansiedad por atacar el espacio libre, si es que es posible. Avanzar hacia el terreno adversario en tales circunstancias supone todo un reto. El fútbol de Ronald Vargas parece diseñado para abordarlo.
En transición el juego se pone turbulento, de cámara temblorosa para quien recibe el balón. Las opciones de pase quedan atrás y toca esperarlas, pero no hay mucho tiempo. Algunos rivales presionan; quieren el balón para reiniciar su ataque, o hacer una falta táctica. Otros corren hacia su arco. Hace falta un ejercicio de lucidez para que la jugada fluya hacia el campo rival o al menos resista y cruce la media cancha. Vargas la tiene. Su relación con el balón es muy zen. No lo lleva amarrado en el pie, pero camina con él, como si viajara de la casa a la cancha de fútbol sala. Lo vigila, tranquilo y alerta, hasta que interviene para esquivar puntapiés. Vargas tiene buenos reflejos: no le cuesta jugar a un solo toque cuando es oportuno. Sabe acelerar para atacar el espacio.
Pero su principal virtud no es acelerar el juego, sino lo contrario. Lo suyo es la pausa, un gesto fundamental en el fútbol y crucial cuando se transita desde la mitad propia hacia la rival, porque regala a los compañeros tiempo para incorporarse al ataque. La pausa es un ejercicio de poder. Con ella se clama definitivamente la posesión del balón, el derecho a atacar. La pausa revierte el forcejeo de la navaja hacia la dirección conveniente. Atrae rivales y abre caminos.
Desde la misma banda derecha que ocupó ante Perú en 2009, Vargas se refrendó contra Colombia como un recurso muy valioso para ganar metros sobre el terreno y tiempo con el balón, aunque a veces sea solo porque él se lo queda, lo aguanta.
La enorme contribución de Vargas al sistema no se limita, por supuesto, a los contraataques. El 10 agrega valor al juego venezolano con prácticamente cada intervención. Por la eficiencia y limpieza con la que controla el balón, la autoridad que tiene para detener el juego o la calidad de sus pases, Ronita alarga las posesiones vinotinto y las lleva más lejos.
Con dos partidos en 6 años Vargas ha demostrado que Venezuela juega y compite mejor cuando él está sobre el campo. Si anda bien como parece, contra Perú tendrá otra ocasión para dejar constancia de su influencia. Los precedentes son los que son.