El sacrilegio

Luis Revilla.-

Durante once meses, 2013 fue un año mágico para la selección chilena. Jorge Sampaoli debutó como director técnico en enero y el equipo no tardó en recuperar el prestigio de sus días con Marcelo Bielsa. Chile volvió a levantar la ceja del fútbol internacional con un juego capaz de imponer condiciones ante rivales de toda clase, gracias a su desaforada presión en campo contrario y educada salida de balón.

Pero llegó el día del sorteo de grupos para el presente Mundial, el viernes 6 de diciembre en Bahía. Chile recibió tres pésimas noticias: España y Holanda en el grupo y, sobre todo, Brasil como probable rival en octavos de final, al igual que en 1998 y 2010. Otra vez la bestia amarilla, pero en su casa.

“Esto no nos desilusiona”, tuvo que aclarar Sampaoli entonces, pero las aspiraciones chilenas de lograr lo que Paraguay o Uruguay en 2010 recibieron un mazazo decisivo a 6 meses de la Copa.

A la hora de la verdad, sin embargo, el equipo era lo que era: una de las obras mejor construidas, más exhaustivas en este torneo de fútbol portátil. El sorteo le quitó probabilidades objetivas de llegar lejos pero le dio motivación para intentarlo; determinación para convertirse en el peor rival posible porque ya tenía los peores rivales posibles.

En Brasil se vio a la Roja más cínica, la que no necesita a Vidal abajo en la construcción sino arriba para controlar balonazos, pelear rebotes y presionar la salida rival. Chile adaptó su juego y, sobre todo, su mentalidad al durísimo reto que tenía por delante. Más allá del lugar común, interpretó sus partidos como finales, donde se pierde precisión y confianza pero aumenta la concentración, la intensidad y no solo tiene éxito quien más acierta sino quien menos concede.

La histórica victoria contra España reforzó la ambición chilena a tales niveles que perder ante Holanda — qué difícil vencer a Van Gaal y Robben cuando el empate les sirve— hizo poca mella en el espíritu de Alexis Sánchez y compañía. El maracanazo moderno le dio a Chile un propósito más grande que vencer a la imperfecta selección de Scolari, un duelo con el que, de todos modos, se había mentalizado por meses: para qué evitarlo.

El Mundial es un torneo curioso. En el mejor de los casos dura solo 7 partidos y aún así parece infinito para la mayoría. Una densa niebla cubre el horizonte de los equipos de nivel medio, a quienes les resulta imposible ver lo que hay después de la fase de grupos. Por eso responden “vamos a ver” cuando se les pregunta hasta dónde pretenden llegar, como si hubiera muchos destinos posibles.

Ante Brasil, Chile pudo ver a través de la neblina y actuó con consecuente ambición, especialmente después del cuasi accidental empate de Alexis Sánchez. Antes mostró entereza para sobrevivir al tramo inicial del partido, cuando fue arrollada por los locales.

“Cuando juegas con un sistema de tres centrales y doble pivot, acumulas 5 jugadores en zona central y después por banda tienes solamente dos carrileros. Además, Isla ataca muchísimo”. Lo dijo José Mourinho en Yahoo Sports y Scolari lo puso de manifiesto en el primer tiempo.

En el segundo fueron los de Sampaoli quienes demostraron otra teoría: el empate es un resultado favorable cuando el rival tiene miedo de perder. Chile administró con grandeza el silencio del Mineirao y los nervios del pentacampeón. Fue una gestión emocional digna de la Copa Libertadores. La Roja se preparó para sufrir al principio y al final, cuando ya estaba — literalmente — desgarrada, pero nunca tuvo miedo de cometer el sacrilegio de ganar. Ahí queda el ejemplo para la alegre Colombia de Pékerman, un equipo que es, a su manera, tan vigoroso como el chileno.

Lo de Brasil, por ahora, no tiene solución. El anfitrión lee en voz alta porque es vulnerable a las distracciones. Su fútbol depende de la intensidad, que se agota; del acierto en el arco contrario, que no ha relucido contra Ochoa, Bravo o Medel; y de la solidez en defensa, que titubea con las dudas.

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