31/05/2014
Comenzó el partido motivado, con la autoestima elevada a ese lugar que solo él conoce, en un estado de éxtasis competitivo, hambriento de pelota. La pidió siempre, fue al espacio, recibió y giró. Perfilado y claro, tocó entre líneas, volvió para sellar la carta antes de ponerla en el buzón, y tocó otra vez. Apareció por toda la cancha, con temperamento y convicción, cambiando el ritmo como si sus piernas no entendieran de calendarios. Se tomó para sí algún tiro libre, empujó a sus compañeros a buscar el resultado. Le hizo guiños a la gloria como tantas veces en tantos escenarios. Acarició la presión con mimos de amante. Y se fue llorando.
Ricardo David Páez le dijo adiós al fútbol sin permitirse un último paso testimonial. En el máximo nivel de exigencia, con un título en juego, colgó los botines dignamente. Salió aplaudido por todo un estadio que honró su esfuerzo y no juzgó el parentesco con el entrenador, el mismo por el que fue vilipendiado durante años. Cuánto pesó el apellido en su trayectoria. Cuánto sufrió la valoración de su talento por las acusaciones de nepotismo que rodearon parte de su carrera.
El hijo de Richard. Quien quería minimizarlo acudía al comentario dañino y mordaz, desconocedor de aquello que realmente lo distinguía. Llevó el diez en la espalda y en su relación con el juego. Integró la generación que cambió la historia. Su nombre estuvo en todas las gestas que construyeron el boom vinotinto. Brilló en la Copa América organizada en el país. Fue, esencialmente, un jugador de selección, alguien que trascendió al entorno para darle luz a las quimeras.
Nació en Acarigua hace 35 años cuando su padre era jugador del glorioso Portuguesa. Pero es merideño, por adopción y convicción, como todo el clan que compone. La estirpe de los Páez, aunque por un asunto de memoria colectiva remita al Llano, es parte de la idiosincracia andina.
La lista de clubes por los que paseó su figura es profusa. Nadie vivió tantas experiencias en lugares tan distintos como Buenos Aires, Cali, Pereira, Guayaquil, México, Bucarest, Abu Dabi, Ioannina, Lima o Trujillo. En el torneo local, vistió las camisetas de ULA Mérida, Estudiantes, Táchira, Nacional, U.A. Maracaibo y Mineros de Guayana, la institución en la que se despidió de la práctica activa.
El pase gol representó su nota distintiva. La intuición para advertir espacios libres, para habilitar o para ocuparlos, le ayudó a sacar ventaja. Como la mayoría de los pequeños habilidosos que se hacen un lugar en la alta competencia futbolera, aprendió atajos y perfeccionó la velocidad de ejecución para que él o el balón llegaran antes. Su sociedad con Juan Arango y Gabriel Urdaneta, el trío de volantes ofensivos zurdos que se recitaba de memoria en cada formación nacional, fue una mezcla de duende, potencia, pegada y prolijidad inolvidable.
El gen de entrenador lo lleva en los poros y en los gestos. Analiza el juego con precisión y profundidad. Cita ejemplos, traslada modelos, habla del fútbol que le gusta y cómo las piezas que se elijen deben responder a una idea. Entiende que el Barcelona reivindicó a los de su estirpe y aboga por conceptos que le son afines. Quiere ser técnico y mostrar su propia creación, darle sentido y personalidad. Como muchos de los integrantes de su grey que dieron el paso hacia los banquillos, pretende cambiar paradigmas desde otro lugar.
Se despidió el diez por antonomasia de una era que transformó al fútbol venezolano. El hijo de Richard, sí. Una nota infaltable en la partitura más armónica jamás interpretada por la selección.
Foto: Miguel Vallenilla